Inauguramos este nuevo blog con estos dos microrrelatos de Luciano Montero. Esperamos que os gusten:
HUESOS
DE SANTO
Papá era un santo,
aunque algo extravagante. Solía decir: “Me gustaría perdurar en mis
descendientes, pero no sólo en sus recuerdos y en sus genes, también en sus
estómagos. Cuando muera me gustaría ser devorado en una fiesta familiar. No
puedo imaginar nada más tierno y entrañable”
Quizás ser el
patriarca de una dinastía de reposteros explique tales fantasías, un tanto
canibalescas. Papá murió poco antes del Día de Difuntos, consumido por el
tabaquismo, su único defecto, y yo me empeñé en ser el depositario de sus
cenizas. Les brindo la receta, es un secreto:
“Se hacen los
cilindros de mazapán y se glasean. Luego se introduce la crema a base de
canela y cenizas del difunto”.
Los nietos fueron
quienes más los disfrutaron. Mi mujer dijo: “Este año te han salido
deliciosos, con ese toque de tabaco y canela. Qué sofisticado
eres”.
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EN
FAMILIA
Un fuerte golpe en el
cogote me hizo ver las estrellas. Me quedé paralizado, no tanto por el dolor
como por el asombro. Recibir un tortazo así en frío no es algo que
ocurra a menudo.
Al seco impacto le
siguió en la mesa familiar un denso silencio que habría podido cortarse con
un cuchillo, como la tarta de cumpleaños que reposaba sobre el mantel. Desde
la mesa vecina nos miraron con curiosidad. Ajenos al drama, los niños seguían
jugando en el borde de la piscina.
Tenía que ser mi
cuñado, el insufrible, el prepotente, el enano. Nos caemos mal desde siempre,
pero golpearme cuando estaba desprevenido... no podía creerlo. Sobre todo
considerando que yo mido casi dos metros y él uno cincuenta.
Todo ocurrió en un
instante. A mi desconcierto inicial le siguió un arrebato y me lancé a la
garganta del osado. Las mujeres gritaron, los niños dejaron de jugar, el
restaurante entero enmudeció. Mi cuñado se debatía con los ojos desorbitados,
la faz congestionada por el espanto y la asfixia, mientras su dedo señalaba
desesperadamente al mantel.
Por suerte, miré a
tiempo. Dorada, diminuta, medio aplastada y agitando levemente un ala extendida,
una avispa nos daba su último adiós.
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