jueves, 17 de marzo de 2016

Microrrelatos


Inauguramos este nuevo blog con estos dos microrrelatos de Luciano Montero. Esperamos que os gusten:

HUESOS DE SANTO
Papá era un santo, aunque algo extravagante. Solía decir: “Me gustaría perdurar en mis descendientes, pero no sólo en sus recuerdos y en sus genes, también en sus estómagos. Cuando muera me gustaría ser devorado en una fiesta familiar. No puedo imaginar nada más tierno y entrañable”
Quizás ser el patriarca de una dinastía de reposteros explique tales fantasías, un tanto canibalescas. Papá murió poco antes del Día de Difuntos, consumido por el tabaquismo, su único defecto, y yo me empeñé en ser el depositario de sus cenizas. Les brindo la receta, es un secreto:
“Se hacen los cilindros de mazapán y se glasean. Luego se introduce la crema a base de canela y cenizas del difunto”.
Los nietos fueron quienes más los disfrutaron. Mi mujer dijo: “Este año te han salido deliciosos, con  ese toque de tabaco y canela.  Qué sofisticado eres”.
EN FAMILIA
Un fuerte golpe en el cogote me hizo ver las estrellas. Me quedé paralizado, no tanto por el dolor como  por el asombro. Recibir un tortazo así en frío no es algo que ocurra a menudo.
Al seco impacto le siguió en la mesa familiar un denso silencio que habría podido cortarse con un cuchillo, como la tarta de cumpleaños que reposaba sobre el mantel. Desde la mesa vecina nos miraron con curiosidad. Ajenos al drama, los niños seguían jugando en el borde de la piscina.
Tenía que ser mi cuñado, el insufrible, el prepotente, el enano. Nos caemos mal desde siempre, pero golpearme cuando estaba desprevenido... no podía creerlo. Sobre todo considerando que yo mido casi dos metros y él uno cincuenta.
Todo ocurrió en un instante. A mi desconcierto inicial le siguió un arrebato y me lancé a la garganta del osado. Las mujeres gritaron, los niños dejaron de jugar, el restaurante entero enmudeció. Mi cuñado se debatía con los ojos desorbitados, la faz congestionada por el espanto y la asfixia, mientras su dedo señalaba desesperadamente al mantel.
Por suerte, miré a tiempo. Dorada, diminuta, medio aplastada y agitando levemente un ala extendida, una avispa nos daba su último adiós.

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