viernes, 19 de diciembre de 2014

En la orilla del Oka

Este cuento de Tolstoi, un célebre escritor ruso, es un manifiesto contra el militarismo, contra el dominio de esos ejércitos que, en vez de defender al pueblo, se convierten en su agresor.
LEV NIKOLAIEVICH TOLSTOI

  En la orilla del Oka

En la orilla del río Oka vivían felices muchos campesinos. La tierra no era muy fértil, pero con el esfuerzo de aquella gente producía lo necesario para vivir desahogadamente, y aún quedaba algo para guardar "de las risas para los llantos".
Iván, uno de los campesinos, estuvo una vez en la feria de Tula y decidió comprar dos perros para que cuidasen de la casa.
Los perros se hicieron rápidamente famosos en toda la vega del Oka por las escapadas que hacían pisando los campos de cultivo, deshaciendo las plantaciones y asustando al ganado.
Tanto destrozo hacían que Nicolás, vecino de Iván, fue a la primera feria de Tula para comprar otra pareja de perros que defendiesen su casa, sus tierras y su ganado. Y así fueron haciendo todos los labriegos.
Al principio, los perros que guardaban una casa se peleaban con los de las otras, pero pronto se hicieron amigos y hacían juntos las escapadas. Además, empezaron a exigir más de sus dueños: ya no se contentaban con los huesos y demás sobras de la casa, sino que había que reservar las mejores tajadas de la matanza, y hubo que construir casetas para ellos y dedicar más tiempo a su cuidado.
Cuantos más perros había, mayores eran las pérdidas que provocaban en las escapadas nocturnas, y los campesinos compraban más perros para defenderse. Ya había en cada casa una media de diez o doce.
En cuanto venía la noche, si los perros sentían cualquier ruido, empezaban a correr y ladrar como si un ejército de ladrones amenazase la casa. Los dueños les cogían miedo, atrancaban bien las puertas y decían:
—Dios querido, qué sería de nosotros sin estos guardias que nos defienden valientes cada noche...
Mientras, la miseria había llegado a la aldea. Los campos y el ganado recibían ataques a menudo. Los niños no tenían apenas qué comer, por más que los hombres trabajaban de sol a sol.
Un día se quejaban delante del hombre más viejo y sabio del lugar, y le echaban la culpa a una maldición de Dios. El viejo les dijo:
—La culpa la tenéis vosotros: decís que en vuestra casa falta el pan para vuestros hijos, y veo que todos mantenéis docenas de perros gordos y lustrosos.
—Son los defensores de nuestras casas— exclamaron los labriegos.
—¿Los defensores? ¿De quién os defienden?
—Señor, si no fuese por ellos, los perros que andan sueltos por las noches acabarían con nuestro ganado e incluso nos atacarían a nosotros.
—¡Ciegos, ciegos! —dijo el viejo— ¿No entendéis que los perros os defienden a cada uno de vosotros de los perros de los demás y que si nadie tuviese perros no necesitaríais defensores, que comen el pan que debía alimentar a vuestros hijos? Deshaceos de los perros, y la paz e los tiempos de bonanza volverán a vuestras casas.
Y siguiendo el consejo, los campesinos se deshicieron de los defensores, y en seguida volvieron los buenos tiempos a los campos y a los prados, y las sonrisas de felicidad a las caras de los niños.

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