Chico Omega es una de las narraciones que se incluyen en 21 relatos contra el acoso escolar, una obra en la que varios escritores de éxito (Gonzalo Moure, Espido Freire....) aportaron una historia realista para sumarse a este proyecto, y así denunciar las diferentes facetas del acoso escolar.
Chico Omega
de César Mallorquí
¡Ring-ring…!
Vamos, vamos,
espabílate, está sonando el despertador. Arriba, dormilón, abre los ojos y mira
por la ventana; comienza un nuevo día y la mañana es espléndida. Anda, no seas
holgazán y sal de la cama; piensa que hoy es el primer día del resto de toda tu
vida y cualquier cosa puede suceder, pues el mundo está lleno de promesas.
Te incorporas y
te sientas en la cama con los ojos todavía abotargados por el sueño; durante
unos segundos sientes una punzada de angustia por haberte despertado, pero ese
dolor, ese taladro sordo que te perfora por dentro, desaparece poco a poco
sumido en la resignación. Un nuevo día, sí, un día en el que todo es posible.
Te levantas, te duchas, te pones el uniforme del colegio, desayunas en la
cocina, recoges la mochila con los libros y te despides de mamá con un fugaz
beso. Que pases un buen día, dice ella, sonriendo. Un buen día... como
ayer, como mañana, como siempre.
Sales a la
calle; la mañana es soleada pero fría, las personas que pueblan las aceras
deambulan con prisa, como si todos llegaran tarde a algún sitio. Te arrebujas
en el chaquetón y metes las manos en los bolsillos para protegerlas del frío,
echas a andar hacia el colegio; solo está a seis manzanas de distancia, apenas diez
minutos de tranquila caminata. Miras el reloj que preside la torre de una
iglesia: marca las nueve menos cinco, faltan quince minutos para que empiecen
las clases. Automáticamente, casi sin darte cuenta, comienzas a caminar más
despacio; si llegas demasiado pronto, te encontrarás a tus compañeros en el
patio, y eso no es bueno, ¿verdad?, no, no, no, nada bueno, así que no corras,
tranquilo, arrastra los pies, procura retrasar al máximo el momento de la
llegada.
Las nueve en
punto... Las nueve y cinco... Cruzas el viaducto que salva un desnivel entre
dos calles; ya ves el colegio, ahí está, frente a ti. Conforme te acercas, un
nudo se va formando en tu estómago y sientes ganas de darte la vuelta y
alejarte corriendo, perderte en las calles, desaparecer, pero sabes que no
puedes, sabes que cadenas invisibles te atan a tu deber, y tu deber es ir al
colegio, estudiar, formarte, y aguantar, y aguantar, y aguantar, soportar lo
insoportable.
Ya está, has
llegado. El patio se encuentra casi desierto, buena suerte; cruzas la verja y
echas a andar hacia el edificio del colegio. De pronto, escuchas a tu espalda
un repique de pasos acelerados; son tres compañeros tuyos que llegan corriendo
para no retrasarse. Al pasar a tu lado, uno de ellos te da un doloroso palmetazo
en la nuca; los otros dos se ríen y escupen algún comentario hiriente. Bajas la
mirada y sigues caminando en silencio; hoy no vas a llorar, te dices apretando
los dientes, no, no llorarás. Ellos pasan de largo –el eco de su carrera
reverberando en los pasillos– y tú, con la mirada fija en el suelo, subes las
escaleras, cruzas el umbral y te adentras en un largo corredor jalonado de
aulas. El vocerío de los chavales te llega amortiguado por los tabiques.
Entras en clase.
El profesor ya ha venido y los alumnos se están sentando. Dejas el chaquetón en
una percha y te diriges a tu pupitre, que se encuentra al fondo del aula, en
una esquina. Cuando estás a punto de llegar, alguien te pone la zancadilla y
das un traspié, pero logras no caerte. Un ramillete de risas florece a tu
alrededor. Te sonrojas e intentas tragar saliva, pero tienes la boca seca.
Encajas la mandíbula –hoy no vas a llorar, no– y te sientas, y sacas el libro
de ciencias naturales, y lo pones sobre el pupitre, y pierdes la mirada
esquivando los ojos de los demás. La clase se inicia. El profesor comienza a
hablar acerca de los animales sociales.
Los lobos son
una especie social y su comportamiento está en gran medida condicionado por las
relaciones con otros miembros de su raza. Su forma usual de organización es la manada, un
grupo más o menos amplio de ejemplares regido por una severa pauta jerárquica.
Así pues, cada miembro de la manada posee un diferente grado de estatus
que determina su acceso al alimento y a la reproducción. Los rangos se establecen
mediante una serie de luchas y enfrentamientos rituales en los que realmente
pesa más el carácter y la actitud que el tamaño o la fuerza. Cada manada tiene
dos líderes claros: el macho alfa y la hembra alfa, que guían los movimientos
del grupo y tienen preeminencia sobre los demás a la hora de alimentarse,
procrear y criar a sus camadas.
Por debajo de
los líderes se encuentra el macho o la hembra beta, que solo muestra obediencia
a los alfas, y así sucesivamente. En ocasiones, existe un rango marginal
llamado omega. El lobo omega ocupa el último puesto de la manada y es el blanco
de todas las agresiones sociales. Víctima del desprecio de sus congéneres, el
lobo omega adopta una actitud de sumisión permanente y puede acabar abandonando
el grupo para convertirse en un lobo solitario.
Las diez y
cinco, acaba la clase; en medio del alboroto de los alumnos, el profesor de
naturales se va, y entra el de matemáticas. Cincuenta y cinco tediosos minutos
después, concluyen los números y comienza la clase de lengua. La profesora te
pregunta y tú, entre titubeos, contestas erróneamente; tus compañeros se ríen.
De ti. Una vez más. No importa, estás acostumbrado.
Las doce menos
cinco; suena el timbre que marca el comienzo del recreo. Los alumnos abandonan
en tropel el aula, pero tú lo haces despacio, sin prisa, porque sabes que nada
ni nadie te espera. Sales al patio, te diriges a un rincón, te sientas en el
suelo, con la espalda apoyada contra un muro, y contemplas a los demás. Nadie
te va a pedir que juegues al fútbol, nadie se va a acercar a ti para charlar;
con suerte, ni siquiera se meterán contigo. Es el vacío absoluto, el
aislamiento total. Incluso aquellos que nunca te han hecho nada se mantendrán
alejados, pues hablar contigo es caer muy bajo, así que se limitarán a
ignorarte.
En cierto modo,
este es el peor momento del día, ¿verdad?, cuando durante el recreo ves a tus
compañeros jugar y reírse. Entonces, la soledad se abate sobre ti como una losa
y sientes una tristeza enorme consumiéndote por dentro, y te preguntas por qué,
qué les has hecho tú para que te traten así, pero eso da igual, chico omega;
puede que seas más bajo, o más gordo, o más tímido, o más torpe, no importa; lo
único que cuenta es que eres distinto y eres más débil. Ese es tu pecado y
ellos son el castigo.
Las doce y
cuarto, termina el recreo. Las dos siguientes clases –música y plástica–
transcurren sin incidentes y llega la hora de la comida. Te diriges al comedor
junto con el resto de los alumnos y te sitúas al final de la cola; cuando llega
tu turno, coges la bandeja con la comida y te sientas a una de las mesas, en
una esquina, casi en el borde del banco corrido, lejos de los demás. Nadie te
habla mientras coméis, nadie se acerca a ti, ni siquiera te miran. Hay cientos
de chicos rodeándote, pero estás solo. Cuando llegas al postre, coges un poco
de flan con la cuchara, te lo llevas a la boca y lo escupes al instante;
alguien le ha echado sal. Escuchas unas risas, pero no miras a nadie; bebes un
largo trago de agua y el sabor salado se desvanece. El amargo, no; ese se
queda, siempre está ahí.
Después de
comer, todo el mundo va al patio. Tú te diriges a un rincón, detrás de la
cancha de baloncesto, donde nadie pueda verte, y permaneces ahí sin hacer nada,
sin pensar en nada, porque pensar duele. Las tres y veinticinco; regresáis al
aula y comienza la clase de ciencias sociales, y luego, a las cuatro y veinte,
la última del día, inglés. A las cinco y cuarto suena el timbre que marca el
final de las clases. En medio de un alboroto de voces, los alumnos recogen sus
cosas y salen a la carrera; tú, por el contrario, permaneces sentado, guardando
muy despacio los libros y los cuadernos en la mochila, hasta que el aula se
queda vacía, y entonces te levantas, te pones el chaquetón y sales al corredor
con la mochila en las manos. Pero si querías pasar inadvertido, te has
equivocado, pues cinco o seis compañeros tuyos se encuentran todavía ahí, en el
pasillo; no estaban esperándote, sencillamente se habían quedado charlando,
pero tú has aparecido de repente y la tentación es demasiado fuerte como para
dejarla correr.
Al pasar por su
lado, uno de los alumnos le da un manotazo a tu mochila y la tira al suelo. Te
agachas para cogerla, pero el chico le da una patada y se la pasa a otro, como
si fuera un balón, y así una y otra vez, tú corriendo de un lado a otro en
medio de las risas y las burlas de los demás, y la mochila de pie en pie, de
patada en patada. De pronto, uno de los golpes hace que un libro, el de
ciencias naturales, caiga al suelo. Logras recuperar la mochila y te agachas
para coger el libro, pero uno de los chicos le da un puntapié y el libro sale
despedido por el aire, con la cubierta desprendida y varias hojas rotas. Una de
ellas planea lentamente y cae a tus pies; en la hoja puede verse la foto de un
lobo. De repente, te quedas sin fuerzas, vacío, demolido. Con la vista fija en
la foto, dejas caer los brazos y la mochila, y luego alzas la mirada hasta
encontrar los ojos de uno de los lobos, que está riéndose a carcajadas de ti, y
lo contemplas sin ira, sin resentimiento, solo con infinita tristeza y con una
muda pregunta titilando en tus pupilas: ¿por qué…?
Poco a poco, la
risa se congela en las fauces del lobo; su mirada vacila y la aparta de ti, se
da la vuelta. Venga, vámonos, dice; que le den a este friki, y se
aleja en dirección a la salida sin atreverse a volver la vista atrás. Todavía
riéndose, los demás lobos lo siguen. Cuando desaparecen de tu vista, te agachas
y recoges los maltrechos restos del libro, y los ordenas con cuidado, como si
atendieras a un enfermo, y los vuelves a meter en la mochila, y entre tanto
encajas la mandíbula y aprietas los labios, porque no vas a llorar, hoy no,
chico omega, no llorarás.
Te pones la
mochila a la espalda, recorres el desierto pasillo con la mirada perdida y
cruzas el patio; aún queda gente jugando en las pistas de deportes, o
remoloneando junto a la entrada, pero nadie te mira y tú no miras a nadie.
Sales a la calle y echas a andar de regreso a casa; no piensas en nada, no
sientes nada. Al llegar al viaducto, sin saber por qué, te detienes, te apoyas
en la barandilla y miras hacia abajo; debes de estar a unos diez metros de
altura sobre la calle. El tráfico ruge a tu alrededor. Durante largos segundos,
no haces nada más que contemplar el vacío que se abre ante ti, con la
mente desconectada y el corazón
anestesiado, pero lentamente las imágenes y los recuerdos vuelven a ti, y
regresan con más fuerza que nunca la tristeza y la soledad, y te preguntas por
qué no le gustas a nadie, por qué te desprecian tanto los demás; entonces
piensas que puede que tengan razón, que a lo mejor eres una mierda, que quizá
te mereces ese desprecio porque no vales nada. ¿No sería más sencillo acabar
con todo de una vez, poner fin para siempre al dolor y la soledad? Es fácil,
piensas, bastaría con saltar por encima de la barandilla y dejarme caer...
De repente,
apartas la mirada del vacío, y las lágrimas, que hasta ahora habías logrado
mantener a raya, se agolpan en tus ojos como una inundación. Y echas a correr al
tiempo que lloras, y corres con todas tus fuerzas, corres, corres, corres
huyendo de ti mismo, porque te das miedo; y cuando finalmente llegas al parque
que está junto a tu casa, te dejas caer exhausto en un banco, ocultas el rostro
entre las manos y ahí permaneces un buen rato, el punteo de los jadeos
mezclándose con el susurro de los sollozos.
Unos minutos más
tarde, cuando se agota el manantial de las lágrimas, te enjugas los ojos con la
manga del chaquetón, te aproximas a una fuente, te lavas la cara y das una
vuelta sin rumbo fijo para que las huellas del llanto se desvanezcan, porque no
quieres que tu madre te pregunte nada. Regresas a casa y besas a mamá. ¿Qué
tal el día?, dice ella, y tú respondes: Muy bien. Luego, aunque no
tienes hambre, meriendas, y te vas a tu cuarto para estudiar, pero no puedes
concentrarte. Nunca puedes concentrarte. Llega papá del trabajo y lo saludas, y
poco después cenáis los tres juntos, y ves un rato la televisión, pero estás
distraído y te cuesta seguir el hilo de los programas, así que te despides de
tus padres, te lavas los dientes, vas a tu dormitorio, te pones el pijama, te
acuestas y apagas la luz. Tardas mucho en conciliar el sueño, pero poco a poco
logras ir sumiéndote en la inconsciencia. Este es el mejor momento del día,
¿verdad?, porque cuando duermes no sientes nada y quizá sueñes que no estás
solo, así que cierra los ojos, chico omega, refúgiate en el sueño, pobre niño
herido, porque allí los lobos no podrán atraparte.
¡Ring-ring...!
Vamos, vamos,
perezoso, está sonando el despertador. Levántate, dormilón; amanece un nuevo
día, un día cargado de promesas, un día luminoso donde todo puede ocurrir.
Un día más en el
infierno.
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¿Y tú? ¿Eres un chico alfa, un beta, o un omega? ¿O eres simplemente tú?
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